Os presento a Petros de Panópolis, filósofo, antropófago y disidente en general, (ir)responsable el blog Ecos y Sombras y desenredador de los lios del Cristianismo antiguo. Su blog es un tesoro especialmente recomendado a los aficionados de la peli Ágora y la figura de Hipatia. Aquí nos regala una de sus disidencias.
Falacias antitaurinas
El sacrificio animal: he aquí una de las claves que, en mi opinión, se suelen olvidar en este debate tan frecuentemente sesgado y contaminado por otros intereses. No sé si por eufemismo, pero lo cierto es que, aun a nivel técnico veterinario, se habla de sacrificar animales en vez de matarlos. Pues bien, suele olvidarse que al toro se le sacrifica...para comérselo. La diferencia con un ternero, amén de la notablemente distinta duración y calidad de la vida que hayan llevado respectivamente, está sobre todo en el tipo de sacrificio. Si el sacrificio del toro hiere muchas sensibilidades es porque vemos la sangre y escuchamos los mugidos de dolor; en otras palabras: porque se trata de un ritual público. En el caso del ternero, ni vemos su sangre, ni oímos sus lamentos, pues la mayoría de los consumidores no tiene el más mínimo interés en presenciar o siquiera conocer los detalles de una masacre que se repite diariamente; se trata de un acto casi clandestino que se oficia sórdidamente como las ejecuciones: sólo en presencia de unos pocos y asépticos testigos impasibles. Por no decir que el sacrificio del toro es un ritual único y milenario que se oficia de una manera individual para cada toro –al que se le conoce y recuerda por su nombre propio- y al calor de una fiesta cargada de simbolismo, mientras que la ejecución de los terneros suele ser masiva y anónima –eso sí, con la exhaustiva y casi policial identificación del código de barras de los crotales-, y en el frío escenario de los llamados, sin complejos, mataderos, lo más parecido a las cámaras de gas de los campos de concentración. También parece olvidarse la diferencia entre los sacrificadores. Mientras que el torero o matador -ese “sádico torturador”, que diría Mosterín-, sin otra armadura y otro casco que un traje de luces y una montera, con unas armas tan poco sofisticadas como un trozo de tela para engañar –el capote o la muleta-, una lanza para aturdir –la garrocha del picador-, unas flechas sin arco que intenta clavar con sus manos –las banderillas- y una espada, se enfrenta a pelo a un animal de 500 kilos, con el que entabla una lucha a vida o muerte –el resultado puede serlo para cualquiera de los dos-, y a pleno sol –a las 5 de la tarde-, el matarife, con su bata blanca y sus asépticas instalaciones, se asegura de estar bien protegido de los terneros, que antes del amanecer –a las 5 de la mañana- van desfilando temerosos y resignados por la manga, mientras los aturde con métodos variados y “humanitarios” (la “bufanda nucal”, la “conmoción mecánica” o la “electronarcosis”) para que no sufran –y también para que no se pongan tensos y el estrés y la adrenalina produzcan una carne de peor calidad- hasta que, tras degollarlos manualmente con un cuchillo, mueren desangrados.[1]
Si hablamos de sacrificio, en su sentido etimológico de “hacer algo sagrado”, desde luego que el del toro reúne más requisitos para serlo que el del ternero. O al menos esa es mi interpretación y la de muchos artistas a los que ha fascinado la belleza y seriedad de ese juego y de esa danza con la muerte, de esa celebración primigenia de la vivencia trágica de la muerte en el ritual probablemente más arcaico que conservamos... Claro que Mosterín, insistiendo en su línea de argumentación, tal vez me preguntase por qué si hace tiempo que hemos abolido, afortunadamente, los sacrificios humanos, no hacemos lo mismo con los sacrificios animales. En cuyo caso, habría que alegar que, salvo Hannibal Lecter, el Homo Antecessor, y alguna que otra excepción, los humanos no nos comemos a otros humanos. A los animales, a los toros, sí.
Petros de Panópolis
Si hablamos de sacrificio, en su sentido etimológico de “hacer algo sagrado”, desde luego que el del toro reúne más requisitos para serlo que el del ternero. O al menos esa es mi interpretación y la de muchos artistas a los que ha fascinado la belleza y seriedad de ese juego y de esa danza con la muerte, de esa celebración primigenia de la vivencia trágica de la muerte en el ritual probablemente más arcaico que conservamos... Claro que Mosterín, insistiendo en su línea de argumentación, tal vez me preguntase por qué si hace tiempo que hemos abolido, afortunadamente, los sacrificios humanos, no hacemos lo mismo con los sacrificios animales. En cuyo caso, habría que alegar que, salvo Hannibal Lecter, el Homo Antecessor, y alguna que otra excepción, los humanos no nos comemos a otros humanos. A los animales, a los toros, sí.
Petros de Panópolis
[1] Quien tenga interés y estómago –o morbo, como Marcel Proust, que, al parecer, según sus biógrafos, se ponía cachondo visitando los mataderos- que visite la web http://www.granjasymataderos.org/ para informarse sobre este trato “humanitario”
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