Conocí una vez a un apóstata desesperado que llevaba años intentando desmatricularse de la Iglesia. Llevaba años presentando papeles en el arzobispado y nada. Se había llegado a entrevistar, aunque un poco casualmente, con su obispo y nada. Por supuesto, habló uno por uno con todos vice-esto y vice-lo-otro, secretarios de tal o cual que le indicaron mil veces cómo apostatar, sin éxito. Decidido a hablar con quien tuviera que ser, se fue al Vaticano y sólo consiguió asustar a no sé quién que estaba en la puerta de no sé dónde, por la que, naturalmente, no le dejaron pasar. La llama eterna del Espíritu seguía brillando sobre su cogote sin remedio. No había forma de secar el riego bautismal. Cuando lo contaba, reíamos y hacíamos chistes sobre el significado de lo Infinito, pero su rostro no se había acostumbrado nunca a creer, y tampoco parecía creer en lo que contaba. Expresaba una mezcla de desconcierto y agonía. Era como el Agrimensor K de la fe.
Me acuerdo de él porque hace unos días la prensa escrita volvió a sacar una de esas noticias que parece que dan sentido al concepto de Tiempo Cíclico: ooooooooootra vez han excomulgado a Milingo. Pelmazo de tío.

A lo que parece, apostatar sólo es practicable mediante el ejercicio perseverante de algunas formas enloquecidas de delincuencia kitch. Delincuencia en cuanto que existe un canon, naturalmente. Y kitch porque, a pesar de todo, el canon prevé ciertas desviaciones (el ateísmo, la blasfemia, la homosexualidad, la fornicación, en fin...) que permiten a la Iglesia la elegancia de ignorar que existen, en vez de emerger como Milingo dando el cante por las televisiones y vestido de cura. Que una cosa es pecar (y todos somos pecadores) y otra distinta es reivindicar una Iglesia chiflada por los platós. Dicho en existencial: el mal tiene un pase, pero el ridículo no es cosa de Dios.
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