La cadena Cuatro ha empezado ya con la segunda temporada de Perdidos en la Tribu, con lo que parece que será otra vez un éxito de audiencia. Más de 3000 familias, según su página web, se presentaron al casting, y vaya usted a saber cuántas tribus también se presentaron al casting de tribus. Porque imagino que habrá algo como un casting de tribus. Un casting en el que, para esta edición sí, se habrán ocupado de evitar las regiones donde las ONGs tengan molestos activistas dados a denunciar los abusos del negocio mediático. Para esta temporada Cuatro cuenta con los hamer etíopes ("una de las tribus más tradicionales"), los kamoro de Papúa (estos no deben de ser tan tradicionales, pero sí "grandes guerreros") y los nakulamen de Vanuatu (que son "una de las tribus más pacíficas"). Hala.
La edición anterior de Perdidos en la Tribu se recibió en los foros antropológicos con estupor primero y con un progresivo desprecio más tarde. No hubo tantos comentarios públicos en prensa o blogs como al menos yo esperaba, salvando el post de Mediacciones. Ni cuando el programa se presentó ni cuando el periódico El Mundo (archienemigo de Cuatro) abrió el debate con las denuncias de Survival International. Tampoco hubo muchos comentarios públicos de antropólogos cuando los dani llegaron a Gran Hermano mientras Mercedes Milá ilustraba al respetable sobre la condición neolítica del experimento. Y pensando en estas cosas yo también me he empezado a preguntar por qué rayos tendría que haberlos. ¿No estoy suponiendo algo tan ridículo que podrían contratarme ya para hacer casting tribales? No.
Si los antropólogos seguimos haciendo algo que tenga que ver con la cultura es precisamente investigar más allá, antes, durante, entre las caricaturas tribalizantes de lo cultural. Todos hemos oído, leído y entonado innumerables mea culpa antropológicos por haber contribuido a la caricaturización colonialista. Pero cada cosa tiene su tiempo y su contexto. Hoy, estas semanas, oímos, leemos y entonamos innumerables J'accuse contra los antropólogos incrustados del ejército norteamericano en Irán, Afganistán y Pandora. Es nuestro tiempo. Y me imagino que estos incrustados entonarán, a su vez, sus propios misereres. Quizás a solas. Pero quizá un día (en otros tiempos que vendrán sin duda) los escuchemos en densos simposios sobre militancia y objetividad. Sea como sea, y pecando casi siempre, si seguimos de acuerdo en algo tal vez sea en que sigue siendo pertinente explorar y reflexionar más allá de las caricaturas. Incluso de nosotros mismos.
En nuestro tiempo y contexto, lo que hoy ocurre en la tele sabemos que tiene la cualidad de impregnar la realidad con sus manías mucho más que todas las revistas científicas de antropología juntas. Así que: sí. No van a sobrar los comentarios de antropólogos sobre Perdidos en la Tribu como no sobrarían sobre el matrimonio gay, sobre los prejuicios vigentes en las adopciones, sobre sida, sobre anorexia, sobre estigmatización religiosa, sobre la construcción de la ciudadanía, sobre prácticas médicas, sobre género o sobre lo que sea que forme parte de un contexto de prácticas culturales. Ahora ¿quién teme a Perdidos en la Tribu?
Todo parece indicar que los motivos tribales han venido para quedarse. En no sé qué gala de Gran Hermano, Mercedes de España anunciaba que la "absolutamente genial idea" de su farsa exotizante había sido acogida en los Big Brother de toda Europa con auténtica euforia. Esto promete inviernos en taparrabos por todas las cadenas. O tal vez veranos esquimales, samis o cualquier otra ocurrencia igualmente descabellada y exitosísima. Y mientras todo esto ocurre en nuestras narices, supongo que seguiremos recibiendo llamadas de agencias de noticias que sólo piden un friki titulado para que afirme extravagancias imaginarias sobre ritos de paso inconcebibles, tradiciones que no existen, teorías de McLennan (que no dió una), o cualquier cosa bizarra y colorista. Porque los motivos tribales han venido a la tele para quedarse. Porque a lo mejor no es tal farsa la cosa exotizante. Y porque merece un poco de debate por lo menos.
En cualquier caso, hay una esperanza. Pensando poco y viendo la tele con cierta frecuencia blasfema durante un fin de semana enterito, he llegado al siguiente razonamiento perverso: si la menguante política de investigación termina finalmente con la ilusión de los aspirantes a antropólogos serios, siempre podemos airear el título cuando nos presentemos como asesores en los casting de tribus, o cuando nos terminemos alistando para ir a Afganistan con las armas caducadas. Y que publiquen mi pecao, maldita sea.
Mónica Cornejo Valle
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